jueves, mayo 29, 2025
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Síndrome de Procusto: la enfermedad silenciosa de la política colombiana

Colombia está atrapada en un ciclo que sabotea su propio progreso, se llama síndrome de Procusto. No es un concepto nuevo, pero sí una verdad incómoda que explica gran parte del estancamiento que vivimos en la esfera política y social.

Este síndrome, inspirado en la leyenda griega del posadero que mutilaba a quienes no encajaban en su cama de hierro, describe una actitud que castiga la diferencia, la excelencia y la innovación. En pocas palabras, es el rechazo visceral a quien sobresale.

En política, esta enfermedad se ha convertido en una pandemia silenciosa, cualquier líder con ideas frescas, con propuestas disruptivas o con una trayectoria que supera la media, es automáticamente visto como una amenaza. No importa de qué orilla política venga, si se sale del molde, si piensa distinto, si se atreve a cuestionar, el sistema lo castiga.

Se le recorta la credibilidad, se le desacredita en medios, se le bloquea el acceso a escenarios de decisión o, peor aún, se le destruye la reputación con campañas de desinformación. Esta dinámica ha sido una constante en nuestra historia reciente, pero pocos se atreven a nombrarla por lo que es: miedo a la meritocracia.

El síndrome de Procusto no solo se refleja en las altas esferas del poder, lo vivimos en los partidos políticos, en las instituciones públicas, en los gremios, incluso en las conversaciones cotidianas. Cualquier voz que proponga caminos diferentes es tachada de “ilusa”, “conflictiva” o “soberbia”.

Es más cómodo mantener el statu quo, así la ineficiencia nos ahogue, que reconocer que alguien puede tener una mejor solución. Así se perpetúan las mismas caras, las mismas formas de hacer política y, con ellas, los mismos resultados mediocres.

¿Por qué nos cuesta tanto aceptar el talento ajeno? La respuesta es dolorosa: en Colombia aún confundimos liderazgo con amenaza. Se nos educó bajo la premisa de que quien brilla opaca, cuando en realidad quien brilla inspira. Esta mentalidad nos ha llevado a desperdiciar generaciones enteras de jóvenes innovadores, académicos brillantes, servidores públicos éticos y empresarios visionarios que decidieron emigrar o callar ante un entorno que no les permite crecer.

El costo de este síndrome es altísimo, no solo frena el desarrollo político, también anula la construcción colectiva. Una democracia madura se fortalece cuando las diferencias se convierten en insumo para el diálogo, no en motivo de censura, cuando un país le abre espacio a quienes piensan distinto, evoluciona, pero cuando aplaude la mediocridad por miedo a la excelencia, retrocede.

Colombia tiene todas las condiciones para ser un referente en la región, su talento humano es inmenso, su diversidad es una ventaja competitiva y su ubicación geográfica le otorga un potencial estratégico único, ninguna de estas fortalezas será suficiente si seguimos premiando la obediencia ciega por encima de la capacidad, si seguimos normalizando que quien cuestiona es enemigo, no habrá reforma que nos saque del subdesarrollo.

No es coincidencia que muchas de las reformas políticas fracasen, no fallan por falta de diagnósticos ni por carencia de recursos, fallan porque quienes se atreven a impulsar transformaciones estructurales terminan siendo expulsados del sistema o absorbidos por dinámicas clientelistas que mutilan cualquier atisbo de cambio, el resultado: reformas maquilladas que no tocan las raíces de los problemas.

Superar el síndrome de Procusto exige valentía, no basta con denunciarlo, hay que romper el ciclo. Significa asumir la incomodidad de reconocer que hay otros que saben más que nosotros en ciertos temas y que eso no nos disminuye, nos complementa. Implica abrir espacios reales para el disenso, sin caer en la trampa de polarizar todo debate. Significa, sobre todo, apostar por la meritocracia en serio, no como eslogan de campaña.

En un país donde los liderazgos alternativos son vistos como anomalías y no como oportunidades, urge un cambio de mentalidad, necesitamos construir una cultura política que celebre la diferencia como motor de avance. Que premie las ideas por su calidad, no por la cercanía con el poder de turno, que entienda que el verdadero patriotismo se expresa cuando ponemos el interés común por encima de los egos individuales.

La tarea no es fácil, pero es posible, comienza con pequeñas acciones: escuchar antes de descalificar, reconocer el mérito sin sentirnos amenazados, promover escenarios donde las voces diversas se encuentren sin temor a ser silenciadas, también implica transformar la manera como educamos a las futuras generaciones. Formar ciudadanos que vean en la cooperación y no en la competencia la ruta hacia el progreso.

Colombia tiene una oportunidad histórica de romper con esta inercia, estamos ante una ciudadanía cada vez más informada, más crítica y menos dispuesta a tolerar las viejas prácticas que han saboteado nuestro desarrollo, aprovechar este momento requiere que cada uno de nosotros, desde el rol que ocupamos, se pregunte: ¿estoy cortando cabezas para que encajen en mi molde, o estoy ampliando la cama para que quepan nuevas ideas?

El país que soñamos no se construye eliminando al que piensa diferente, sino integrándolo. No se avanza anulando la excelencia, sino multiplicándola. Superar el síndrome de Procusto no solo es un imperativo ético, es una condición para que Colombia, de una vez por todas, alcance su verdadero potencial.

Por: María Fernanda Plazas Bravo – X: @mafeplazasbravo
Ingeniera en Recursos Hídricos y Gestión Ambiental
Especialista en Marketing Político – Comunicación de Gobierno
Universidad Externado de Colombia

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